Los amantes del mejor chocolate reconocen en el producto belga uno de los trabajos más refinados y puros que existen, en lo que a materia de cacao se refiere. La calidad del producto, la experiencia artesanal y una inversión tecnológica sin parangón hacen que a día de hoy el chocolate belga siga conquistando los paladares más exigentes.
Cuando España introdujo las semillas de cacao provenientes de América en el siglo XVII (estando los belgas bajo su dominio), la realeza fue cautivada por el agradable e intenso sabor del chocolate, principalmente a través de bebidas achocolatadas, siendo esta eufórica demanda del cacao la que facilitó su importación y comercialización por toda Europa. La popularidad del chocolate aumentó con el transcurso del tiempo y Bélgica se convirtió en uno de sus productores más cuidadosos y selectivos. De sus recetas más famosas surgieron los pralinés: rellenos de chocolate con crema de mantequilla, de frutas u otros tipos de pastas de frutos secos; y las trufas: mezcla de chocolate sólido y crema.
A pesar de que el chocolate belga puro es costoso, su calidad lo vale. En la actualidad, los fabricantes belgas producen más de 172.000 toneladas de chocolate anuales (401.434 toneladas en 2012), empleando los granos de cacao más puros que se pueden conseguir, que son procesados hasta obtener un chocolate de textura arenosa, con una perfecta combinación entre el dulce y el amargo. Sin embargo el mejor chocolate belga, al estar hecho a mano y sin empleo de conservantes, no mantiene su frescura y sabor característicos por mucho tiempo por lo que su conservación debe ser esmerada y su consumo realizado a temperatura ambiente.
El chocolate belga sigue respetando las normas de la elaboración artesanal, como la de no introducir otras grasas vegetales, tan solo 100% cacao. El sello de calidad “Ambao”, otorgado por el Estado, es la certificación oficial que se puede encontrar en la gran mayoría de estos chocolates.
En Europa existen miles de tiendas de chocolate que ofrecen una fina variedad de chocolates belgas hechos a mano y en Estados Unidos su adquisición es muy fácil a través de internet; sin embargo, nada comparable al placer de atravesar la puerta de alguna de las 2000 chocolateries belges más prestigiosas y selectas repartidas por todo el país, cuyas vidrieras parecen salidas de un cuento de Charles Dickens.
Muchas de estas casas chocolateras –como Neuhaus– tienen una tradición que se remonta a más de 100 años, cuando Jean Neuhaus y su cuñado inauguraron (en 1857) una tienda que combinaba panadería y farmacia en las Galerías de la Reina de Saint-Hubert, en la que buscaban ofrecer medicamentos con un mejor sabor. En 1912, el nieto de Neuhaus perfeccionó las ideas iniciales de sus antecesores para sacar a la venta los primeros pralinés. En la actualidad, Neuhaus es el nombre de la empresa líder en chocolate, no solo en Bélgica sino también en Luxemburgo y, aunque sus productos pueden encontrarse en muchos establecimientos, la distribuidora suprema es su tienda original.
También Galler es una de las marcas más reconocidas, – tal vez por ser proveedora de la realeza belga-, con un amplio mercado en Japón y Arabia Saudí; aunque Godiva, creada en 1926 por Joseph Draps, que abrió su primera tienda en el corazón de Bruselas cerca de la Grand Place, se ha posicionado como una de las cinco más caras del mundo.
Cada año renueva su excepcional colección Pierre Marcolini, un perfeccionista que siente pasión por los aromas y resulta inflexible a la hora de elegir las mejores materias primas para sus productos.
Leonidas (otro de los nombres que suenan fuerte) tiene unos precios más asequibles, convirtiéndose en la más extendida del país. Cuenta con 1.250 tiendas de chocolate en 50 países.
Claro que, sin duda alguna, la chocolatería de visita obligatoria en Bruselas es Mary, fundada en 1919 y hoy presente con varias tiendas en la capital, otros puntos de Bélgica, Rusia, Las Antillas, Sudáfrica y Kazajistán. La casa produce los más selectos bombones, pralinés, lenguas de gato y frutas confitadas, y sus establecimientos consiguen trasladarnos a otra época, tal y como lo hacen Frédéric Blondeel o Corné Port Royal.